En un sofá desgarrado yacía ella mirando el cielo de su casa sin techo. Su vecino Omar la miraba libidinosamente. Omar era un obrero y sabía de sexo solo un poco más que lo que sabe un conejo o un perro en celo. Pero: ¿Cómo no idolatrar a una mujer desnuda? Hasta ese idiota lo sabía.
El amor perfecto era mirarla y descubrir lo secreto de la piel que no oculta y es, a la vez, el mejor disfraz. Ella era lúbrica y santa, sensual y divina. El cielo como un rayo la sirvió de flores en lo tibio del pecho y Omar saltó al encuentro ya sin ropa.
Fueron viejos y murieron solos. De aquel encuentro sólo quedó un retazo de la página que escribe Dios, o el ser ajeno a mí que es quien vigila. En ese manuscrito se leía:
"Contemplando a una mujer desnuda..."
Alejandro Gonzalo Vera
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